lunes, 30 de marzo de 2015

My favorite drinking buddy, let's get some mead! (1)

El jueves pasado me decidí por fin a preparar hidromiel. No es la primera vez que en casa nos ponemos a hacer nuestros propios productos (llevamos ya años haciendo pan y embutidos en la cocina y, desde hace unos meses, hasta cerveza artesanal), pero tenía especial interés en esto. Uno ha crecido con literatura fantástica y estudiado las grandes sagas medievales nórdicas, viendo cómo cientos de personajes clave para la cultura occidental se ponían finos de eso que usaban para brindar por cualquier cosa (lo mismo que hacemos en nuestra época, vaya, eso no ha cambiado), así que iba ya tocando probarlo.
No se parecía a nada que hubiera esperado, aunque seguía estando magnífico: dulce, pero no mucho, con recuerdos de vino blanco musculado. De hecho, estaba tan bueno que me parece sorprendente que haya dejado de tener presencia hoy en día.

La gran pega es que se trata de un producto muy difícil de encontrar en tiendas.
La gran ventaja es que es algo relativamente fácil de hacer en casa.

En mi salón hace hoy veinte sanos grados y la levadura se está viniendo arriba cual borracho en una discoteca con buena música o vikingo con poemas épicos. Las burbujas de CO2 salen por la válvula de agua que da gusto, haciendo un sonido que, interpreto, indica que todo va perfecto. En una o dos semanas el mosto debería estar listo y habrá que clarificarlo para que pase después unos meses envejeciendo como los vinos tradicionales.

Si alguien se anima, en Internet se pueden encontrar miles de recetas y métodos para preparar un buen hidromiel casero. Yo he pasado bastante tiempo tratando de sacar lo mejor de cada uno para crear mi propia receta (¡lleva miel natural de Zufre!) y, gracias a que la elaboración de cerveza me ha enseñado una o dos cosas sobre brebajes fermentados, me siento bastante animado y esperanzado.

¡Albricias! Estoy deseando alzar mi cuerno de aguamiel en honor a mis antepasados.

viernes, 20 de marzo de 2015

Sobre esposas y pacientes perdidos

Esta mañana tocaba revisión en el hospital, con el consecuente rato en la sala de espera de rehabilitación. Bregaba yo con el wi-fi de traumatología cuando apareció en escena una pareja de policías acompañando a un chico esposado. El reo no tenía pinta de mala persona, aunque llevaba la cabeza afeitada y una barba talibán, y G.R.R. Martin me ha enseñado que cuando uno hace eso es porque quiere que no le reconozcan. En fin, pensé, algo habrá hecho.
Le miraba fijamente, a ver si me sonaba, pero otra cosa desvió mi atención. Esto sí era drama social y no lo del preso; ante mí se hallaba un ser de edad incierta, ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, el Ciudadano Medio del que todo el mundo habla siempre en las tertulias políticas, con un papel en la mano y la mirada perdida de víctima de bombardeo. Estaba plantado frente al mostrador, llevando los ojos sin parar de su folio al letrero sobre el buzón que decía "deposite aquí su cita". Se movía tan lento que hipnotizaba. Papel, letrero; letrero, papel. Y así.
Al final el perezoso humano habló:
"Perdone, señorita", le dijo a la prejubilada de información, "¿sabe dónde tengo que entregar esto?"
La mujer le quitó el papel con cara de poker y le echó un vistazo tan rápido que el tipo debió marearse.
"Tiene que echarlo al buzón", dijo señalando las ranuras en la pared y devolviéndole el documento.
"¿A este buzón?", preguntó él.
"A ese", contestó ella.
Él lo señaló sin decir nada.
Ella asintió mirándole a los ojos.
Armándose de valor, se colocó delante. Miró otra vez al papel. Otra vez al buzón. Otra vez al letrero. Otra vez al papel.
Parecía que iba a mandar su primera carta de amor o a tirar un sobre con antrax
La confusión estaba ya desesperada.
Lentamente metió el borde del folio en la ranura. Abrió los dedos.
Mientras el trozo de papel caía dentro, hizo un amago de recuperarlo, pero ya era demasiado tarde.
Suspiró.

Como llevando una terrible carga sobre sus hombros, se sentó a mi lado. Me dio tanta lástima que me entraron ganas de darle unas palmaditas en la espalda y decirle que todo saldría bien, que estaba orgulloso, pero me llamaron por megafonía.
Cuando me levanté, busqué a Michael Scofield sin resultados. ¿Se habría escapado?
De camino a la consulta me lo imaginé huyendo del hospital con unas gafas de sol y llevando la bata de algún médico despistado. Quizás la pistola de uno de los dos policías, hábilmente noqueados.